Pensaba que podía controlar qué pasa por mi cabeza, que tenía
un método mediante el cual organizar mis pensamientos, y con pensamientos me
refiero a sentimientos y emociones también. Pero es demasiado ideal. Demasiado
perfecto es no sucumbir ante un ataque de nervios dominado por sensaciones. Casi
divino, por lo que queda fuera de mi alcance, incluso más fuera de lo normal;
porque cuando ocurre esto, lo único que hay tras esta cara es una tonelada de
sentimientos que metafóricamente son a mí, como lo es a una niña pequeña
decidir por sí sola sobre una de sus primeras responsabilidades.
Así, me digo: mantén la calma, siempre hay quien quiere
ayudar. Me lo digo, como muchas otras cosas, pero no soy capaz de creérmelo. Me
bloqueo y tengo la sensación de que algo más que el mundo se me cae encima. Pero
no digo nada; pues la organización que intento hacer posible en mi cerebro no
es más que un secreto entre cuatro paredes anaranjadas, los libros de texto
que, según dicen, me impulsarán hacia un futuro; la incertidumbre y yo.
No puedo decirlo, no veo sentido a que alguien quiera ser
consciente antes de tiempo de una decisión o indecisión que no le afectará
directamente. Me vuelvo a decir: te vendrá bien contarlo; ahora sí me creo,
pero me callo.
Me va a explotar la cabeza, y no de otra manera que no sea
desbordándose ésta de mar a través de los que miran. Pero no en soledad. Otras
veces sí, ese día no. Es entonces cuando un, conocido por todos, “no woman, no
cry”, irónicamente, hace que sí, que llore más. Pero al mismo tiempo, provoca
que esa cantidad de agua, a parte de sal, arrastre toda la desorganización
mental, y dé lugar a que me diga a mí misma: un abrazo. Sí, un abrazo, y me lo
creo, y lo hago. Entonces me vuelvo a encontrar, dejando atrás palabras que hasta la fecha no hay que decir; ya que en realidad, tras tanto pensamiento, no hay
más que miedo y nada que decidir por el momento.